viernes, 8 de febrero de 2008

Economía y ambiente

Las relaciones entre economía y ambiente no han sido suficientemente equilibradas, en especial en los últimos dos siglos. De hecho, el crecimiento económico se ha conseguido, en gran medida, a costa del entorno ambiental. Al analizar los principales problemas económicos que una sociedad enfrenta, sin duda se debería mencionar en los primeros lugares a la mala asignación de los recursos (capital, trabajo, recursos naturales, etc.). Ésta puede explicarse, en gran medida, por la presencia de distorsiones ocasionadas por un amplio espectro de formas de competencia imperfecta, tales como monopolios, oligopolios, monopsonios, problemas de información, externalidades, intervención del gobierno a través de impuestos, subsidios directos y cruzados, controles de precios, cuotas o listas para la importación, etc. Todos estos factores afectan el normal funcionamiento de la economía y, por tanto, los mecanismos de distribución de los factores de producción y de la renta.
Muchos recursos naturales y bienes ambientales carecen de precio, ya que no se han formado mercados específicos para su intercambio. Una explicación posible para este fenómeno puede ser la ausencia de derechos de propiedad bien definidos y protegidos. Sólo aquello sobre lo que se tiene un derecho de exclusión puede ser objeto de compraventa (Barrantes y González, 2000).

Existe todo un conjunto de bienes que, por carecer de mercados para intercambiarse, carecen por tanto de precios. Este es el caso de los bienes públicos y de los recursos o bienes comunes o, en términos más generales, de las llamadas externalidades. Es importante, por lo tanto, intentar establecer indicadores monetarios o de cualquier tipo para esta clase de bienes y servicios, que permitan dar cuenta de su importancia en la sociedad.
Un caso que ilustra lo anterior es el de los bienes públicos, que vienen caracterizados por dos propiedades fundamentales:
a) no exclusión, es decir que, cuando el bien en cuestión se ofrece a una persona, se ofrece a todas.
En otras palabras, no puede excluirse a nadie de su disfrute, aunque no pague por ello2. Por lo tanto, los bienes públicos no pueden ser racionados a través de un sistema de precios.
b) no rivalidad en el consumo, es decir que cuando alguien consume el bien o lo disfruta, no reduce el consumo potencial de los demás. En otras palabras, el hecho de consumir el bien no reduce su disponibilidad (por ejemplo, las emisiones de televisión no codificadas, o las de radio, la información meteorológica, la protección de los parques nacionales y playas, la señalización de calles y carreteras, etc.).
Por otra parte, se encuentran los recursos o bienes comunes, que están caracterizados por la libertad de acceso. Ello implica que su uso tampoco tiene ningún coste pero, a diferencia de lo que ocurre con los bienes públicos, existe la “rivalidad” en el consumo. Es probable que cuando un agricultor utiliza el agua de una vertiente, esta acción pueda impedir que otro agricultor lo haga.
Casos similares ocurren, por ejemplo, entre recolectores de frutos silvestres o entre cazadores.
Además, es necesario distinguir entre aquellos recursos comunes globales, cuya gestión y regulación requerirían de un acuerdo internacional, y los recursos comunes locales, sustancialmente más fáciles de gestionar y regular.
El problema con los recursos comunes es que, en ausencia de una regulación con respecto a su utilización, opera la ley de captura3, con un alto riesgo de agota-miento o desaparición. El medio ambiente y en general muchos de sus recursos naturales comparten esta característica. El sistema de mercado tradicional generalmente no proporciona ninguna indicación con respecto al valor de los mismos, lo que lleva a que en muchos casos se los considere como gratuitos, o que su uso o consumo no tenga coste, coadyuvando a su sobreexplotación y a una mala asignación de los recursos.
La toma de conciencia sobre las repercusiones ambientales que trae la actividad humana ha puesto de manifiesto la necesidad de considerar, en el marco de la toma de decisiones económicas, toda la problemática derivada de las fuertes relaciones entre economía y ambiente, más aún si se analiza el hecho de que la actividad económica no podría existir si no existiera un medio ambiente en donde desenvolverse. De hecho, el interés de la economía por los problemas ecológicos es reciente.
El Convenio de Diversidad Biológica, suscrito en 1992, propone integrar la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica, tanto en los sectores relevantes de la economía, como en los programas y políticas sectoriales e intersectoriales. Este convenio propone a la economía como un eje transversal de gran importancia.
Como sostiene Emerton (1998), la incorporación de los asuntos de la biodiversidad dentro de la economía implica introducir conceptos de sostenibilidad dentro de la escasez. Las actividades económicas son una causa importante para la degradación y pérdida de la biodiversidad, ya que impactan sobre los recursos biológicos, los ecosistemas y su diversidad. Esto es de especial importancia cuando se analizan los ecosistemas boscosos.
La degradación y la pérdida de la biodiversidad también están vinculadas con la equidad y la distribución del ingreso. La gente afectada por los costos relacionados con la pérdida de la biodiversidad no es necesariamente la misma que la causa, ni espacial ni temporalmente. Muchas de las pérdidas de producción y consumo sufridas por la degradación ambiental se reflejarán a mediano y largo plazo en una declinación de los indicadores económicos, tales como caídas del nivel de empleo, decrecimiento de las ganancias por el intercambio externo, pérdida de la seguridad alimentaria e inflación, entre muchas otras.
El mayor problema de degradación y pérdida de biodiversidad y de otros recursos naturales se presenta cuando no se ve con claridad la necesidad de mantener un balance en el uso de los recursos. Pero aun cuando esta necesidad se hace presente, todavía existen limitaciones (técnicas, metodológicas, de conocimiento, etc.) que impiden alcanzar dicho equilibrio.
Valorar económicamente el medio ambiente significa poder contar con un indicador de su importancia en el bienestar de la sociedad. Es importante encontrar, para ello, un denominador común, que ayude a comparar unos elementos con otros. Dicho denominador común no es otro que el dinero.
El objetivo de este primer capítulo es identificar los instrumentos metodológicos que permiten aproximar el valor económico del bosque como un indicador de su verdadero valor, expresado, de ser posible, en términos monetarios. Todo ello procurando que los instrumentos sean aplicables a la realidad de los países de América del Sur. Para iniciar esta labor es necesario contar con una correcta identificación y clasificación de las funciones del bosque (ecológicas, económicas, culturales y recreativas). Se deberá incluir una identificación y una cuantificación del valor económico que se desprende de cada una de ellas, el que se deriva de los servicios que esas funciones proporcionan a un determinado grupo de personas.
Es habitual que la bibliografía que trata esta materia no sea clara a la hora de diferenciar entre el valor del ambiente y su valor económico, ya que, entre los valores del ambiente, existen dimensiones de valoración social, espiritual, cultural, etcétera, que no pueden o no deberían ser reducidas a expresiones monetarias (Jäger et al., 2001).

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